Los vecinos nos golpearon las manos, esa era la
señal para que estiráramos el cogote en franca atención y ellos, desde el
paredón, nos pidieran lo que
necesitaran: luz, y nos mostraban de lejos el enchufe; azúcar y nos señalaban
una taza. Los atendíamos porque eran amables, educados y sólo venían los fines
de semana. Se los escuchaba regar, se los olía cortar el césped, se adivinaba
la música de la radio y se los sentía reírse. Los días de semana, cuando no
estaban, espiábamos desde el paredón, escalerita de por medio, o subidos a un
cajoncito pedido al almacenero para hacer el fueguito para el asado. Tenían
armada una carpa en medio de un montón de plantas y árboles. A medida que fue
pasando el tiempo nos contaron que ellos vivían en Neuquén en un departamento y
el terreno era como su casa de fin de semana, nos mostraban con orgullo las
rosas, la glicina, y el aromo que ya daba sombra y de donde pendía una hamaca
paraguaya. Un día se presentaron por la puerta delantera, con todo nuestro
asombro y con todas sus palabras ceremoniosas y nos pidieron que les
compráramos el terreno con todo lo plantado en su suelo. Y así lo hicimos. Lo
que no supimos hasta la primavera siguiente, cuando asomó su copa llena de
flores blancas, es que habíamos heredado este cerezo…