Deshacer la casa de tus padres es el siguiente escalón a
enterrarlos, un duro trago que se hace con una mezcla de ternura, emoción y
tristeza infinita.
Es rescatar recuerdos, encontrar pequeños tesoros que no
recordabas o que ni siquiera sabías que existían.
Te sientes como un ladrón abriendo cajones cerrados con llave,
como un intruso que husmea en intimidades ajenas.
Encuentras tu propio pasado, recuerdos de infancia, la tuya, la
de tus padres, incluso la de tus abuelos, mezclados con trazas de tus propios
hijos, fotos, dibujos “para la mejor abuela”, tarjetas…. Podrías pasar días,
semanas, quieres terminar de organizarlo pero también quieres que nunca acabe,
que continúe como metáfora de aquel primer cordón umbilical, como esa última
oportunidad de sentir su olor, todavía en los armarios llenos de sus ropas.
En una de esos ratos de lágrimas y de sonrisas, encontré los
botones de mi madre, un enorme regalo para la imaginación y la reflexión. He
pasado dos tardes clasificándolos, mirándolos, casi mimándolos y al final
dejando plasmada su existencia en esta foto como un homenaje a la mujer excepcional
a muchos niveles que fue mi madre.
Pero muchos de sus atributos son comunes a una generación de
mujeres, aquellas que fueron niñas de la guerra y la posguerra pasando hambre y
miedo, adolescentes y jóvenes con una educación limitada (“ser médico es de
hombres”), mujeres siempre a la sombra y tutela primero de padres y luego de
maridos (la generación que ni siquiera podía abrir una cuenta en el banco o
tener una propiedad si no era con un varón) pero excelentes economistas que
eran capaces de ahorrar, de dirigir familias numerosas, fantásticas cocineras,
cuidadoras dedicadas, maestras de vida.
Mujeres que individualmente no han hecho historia pero que como
generación trabajaron para levantar un país en ruinas y para que sus hijos
fuéramos mejores y tuviéramos más que ellas mismas. Unas luchadoras.
Los botones de mi madre me han contado muchas cosas; he
encontrado el pasado familiar en formas varias y materiales diversos: cuero,
nácar, metal, madera, plástico….; leo historias en botones de los años 50 que
reconozco en una foto amarillenta de mi abuela, los de las trenzas infantiles,
ropa de fiesta, de batas de estar en casa, los del uniforme de gala de
ingeniero agrónomo de mi padre, de las camisas de los babis del colegio,
botones minúsculos de ropitas de bebé, botones forrados….hay cientos de
botones, algunos preciosos, otros horribles.
Resulta que en mi casa nunca se tiraba un botón, cuando una
prenda se jubilaba, se guardaban los botones y se hacía trapos con la tela. Un
eterno “por si acaso” y un constante “esto ha costado dinero”.
Y en estos cientos de botones leo el salto generacional e intuyo
cómo hemos cambiado y quizás, lo que hemos perdido.
Lo que no sé es cuantos botones faltan, cuantos realmente fueron
de utilidad, cuales se injertaron en otra prenda; la bolsa solo tiene los que
nunca llegaron a ver más vida que la foto en la que ahora quedan
inmortalizados. Y es que al final, la vida quizás sea solo eso, una enorme
bolsa de botones.
Texto De: Mónica Lalanda (Gracias!)
Garabatos del tiempo